lunes, abril 17, 2006

Vuelta a mi otra casa


Siempre es la misma sensación, al llegar a la última curva comienzan los nervios, los cosquilleos. Esta vez estaba demasiado oscuro y apenas podía intuirla, pero allí estaba, y allí estaba yo. Antes habíamos alargado el viaje para comer en Muria en pleno camino de Santiago, y seguir un poco más parando como todos los turistas y charlando con los hospitaleros. Seguimos el camino hasta Molina donde tomamos unas cuantas limonadas para encontramos con el resto del grupo, y en una mesa planeábamos que hacer en los siguientes días mientras escuchábamos los ingredientes mágicos de la bebida en cuestión y desde luego había más vino que limón, canela, pasas o naranjas. Así que tras conducir por las carreteras imposibles del norte llegábamos con los nervios de siempre a esa última curva antes de ver las primeras casas del pueblo.
En mi pueblo pierdes el nombre, y cuando llegas te hacen siempre las mismas tres preguntas:

- Tú eres la nieta del ferreiro, ¿no?
- ¿Cuándo llegaste?
- ¿Cuándo marchas?

Este año se añadió una cuarta
- ¿No te casaste aun? ¿Pero cuantos años tienes rapaza?

Ante esta pregunta me quede en blanco ¿Tan mayor soy? A la primera paisana que me lo pregunto le respondí un poco cortada… pero a medida que fueron pasando los días comencé a pensar sobre el tema: si eran capaces de preguntarme la edad con tanta tranquilidad, es que todavía me consideraban lo suficientemente joven como para poder responder. A la última paisana que me lo pregunto, a la cual no tengo demasiado aprecio, le respondí con bastante calma que no, que no estaba casada, y como venganza le pregunte por los nietos: “¿Y sus nietos como están? ¿no han tenido ya hijos? Pues ya están en edad de tenerlos ¿no?”. En ese momento la abuelilla debió ser consciente de lo mayor que era, o al menos de lo mayor que aparentaba y no se fue muy contenta a casa. Eso les pasa por molestar.
Charlo con los mineros que ya no tienen casi donde trabajar, con el sol todos salen a arar la tierra, mi madre y yo vamos a ver los chopos que plantaron al yo nacer.
Los días pasan lentos en mi pueblo, así que entre procesión y limonadas engañe a unos amigos para bajar a ver a J. Cada vez que nos encontramos retrocedemos en el tiempo, como si apenas nos conociéramos, como si tuviéramos miedo de decir lo que no debiéramos. Se alegro de verme y yo me alegre de haberme acercado a darle un abrazo y un par de besos aunque estuviera trabajando, se tomo un pequeño descanso y nos enseño el jardín de su restaurante, mientras todos aprovechaban para mirar el río que atravesaba el pueblo, J. y yo nos cogimos de la mano en silencio, nos miramos y dijimos casi a la vez: “¿Trabajas el domingo?” “¿Por qué no quedamos el domingo?”.
Es agradable volver a mi casa en El Bierzo, aparte de sus curvas, de las paisanas y paisanos, de J., de las montañas, de cada esquina que me trae mil recuerdos de mi infancia y adolescencia… además está mi casa, con mi cama desde la que escucho el río pasar al que este año se añadió un búho o una lechuza (que yo no los diferencio) que ululaba cada noche hasta que yo me quedaba dormida. Además están todos esos libros de mi infancia que no entran en mi casa de Madrid y que yo dejo allí: “El Pequeño Nicolás”, “El Pequeño Vampiro” y demás secuelas, María Gripe, barco de vapor y Alfaguara acompañaban mi infancia y cada día que paso en mi casa de mi pequeño pueblo.